miércoles, enero 25, 2006

Eso, que alguna vez llamamos amor, no podrá volver a serlo jamás. No porque mis manos hayan aprendido a señalar las ausencias que he rellenado con sueños, sombras, jeroglíficos y el crujir antiguo de la noche; ni porque haya olvidado miles de batallas y traiciones, donde he empeñado mi palabra; sino porque se ha interpuesto entre nosotros esa pequeña fisura del universo: el tiempo (la amenazadora espada del destino). El tiempo, cómo apretarlo con las manos para obligarlo a soltar lo transcurrido, cómo apagar el ímpetu engullidor de todo lo que toca, cómo organizar ese entrechocar de cosas: rumores, mareas, cascotes hundidos, selvas tenebrosas donde la bestia más tranquila nos devora. Es imposible regresar el mecanismo, recoger los objetos del vacío y ponerlos de nuevo en su lugar primero. A veces pienso que no era necesario llegar a formar parte de esta delgada piel , de este escuchar los gritos confundidos del pasado; a veces me despierto en el más nítido silencio y viene a mí el eco de un batir de alas, de cientos de columnas dispuestas al odio; a veces oigo al mar como a mi vida y logro disponer de unas cuantas imágenes de llanto; a veces una voz retumba en mis oídos y aunque no la entiendo, no puedo evitar cerrar los ojos y caer en el más profundo de los abismos.

No abro los ojos. No hay a quién ver en la soledad. No hay a quién nombrar en el silencio. Me imagino acompañado, que hay alguien esperándome al final de la caída. Un cuerpo tibio de mujer abriéndome los brazos como se abre el cielo en medio de la noche. Un abrazo preciso, como colocarle un accesorio a la pieza principal. Un beso (un intento de beso): en el camino de las bocas se entrevera una figura morena. Un ruido extraño la acompaña. Entre los dos me tienden en la tierra y los tres vemos cómo los prodigios, atesorados por mis ojos, son ahora parte del festín de los gusanos

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